Sugerente imagen de un precioso macho enviada por el autor del artículo
Hoy, en el apartado de colaboraciones traigo este preciso relato que me ha enviado el compañero y amigo Manolo Romero, autor de obras sobre nuestra afición y de numerosos artículos sobre la misma. Además, Manolo, desde niño, ha sido un cuquillero de pro que recibió dicho legado de sus mayores.
ooo OOO ooo
Mi
reclamo veterano, curtido en multitud de lances cuquilleros, lleva haciendo
sobre el pulpitillo un trabajo excelente, realizando salidas intermitentes con
la intención de no atosigar al campo. De vez en cuando emplea paradas sonoras
de forma intencionada, siempre magistrales, a las que me tiene acostumbrado,
para escuchar las posibles réplicas de las camperas a los continuos mensajes
que pregona desde su atalaya…
Aún no
hay respuesta… sigue el silencio del monte… y mientras, mi mejor pájaro, sigue
afanado en su labor de eliminar el mutismo desesperante en el que se encuentran
las perdices, tratando de obtener por todos los medios algún mensaje retador de
las patirrojas. Para ello, abomba su pecho y emplea cantos y sonidos
caracterizados por una gran sonoridad, engallado, expectante… rozando las
plumas encrestadas de su cabeza en el techo de la jaula. Cuando canta, le gusta
introducir su pico entre los alambres de su habitáculo, queriendo así que sus
ecos sonoros alcancen una mayor distancia.
Otras
veces, y tras algunas calladas, rompe con un curicheo tan suave y aderezados
con unos piñones flojos y entrecortados… que me hacen pensar que el campo se
encuentra ya muy cercano. Ya lo conozco y sé que es una táctica que emplea
cuando aún no ha oído ni visto al campo, pero intuye que se aproxima en
silencio a la plaza y viene tapándose entre el monte.
De vez en
cuando emplea el revuelo, al que acompaña con unos golpes de saseo, intentando
a toda costa romper la indiferencia y apatía que muestran sus congéneres. En
otras ocasiones, cuando utiliza el embuchado ahogado y puja su plumaje,
sabiendo que no existen camperas en sus inmediaciones, deduzco que con su
actitud conciliadora está quizás recibiendo a algún gazapillo despistado, que
ha salido de una zarza cercana, o bien al hambriento zorzal que está tratando
de buscar su sustento entre las jarillas.
¡Por
fin!… algo ha debido de oír a lo lejos… pues mi perdigón ha dado una enérgica
vuelta en la jaula y dirige hacia una pedriza próxima su potente canto de
cañón, que completa con unos poderosos piñones. Comienza un largo recital
sonoro, pero aún no oigo con nitidez la voz del campo. No escucho en la lejanía
nada… el paso de los años me han restado capacidad de audición, a pesar de que
mi pájaro veterano sigue reclamando con insistencia y dirigiendo, hacia una
dirección determinada, sus mensajes agresivos.
En esos
momentos, la leve racha de aire que está soplando incrementa su intensidad y me
trae el eco inconfundible del canto ronco del gallo de banda, dueño del terreno
donde estamos instalados. Debe estar bregado en mil batallas y escaramuzas, a
raíz de las agrias respuestas que escucho ya algo más cercanas. El intercambio
de mensajes se sucede, al mismo tiempo que se acorta la distancia que separa a
los dos contendientes. La entrada en plaza parece inminente…o por lo menos, ese
es mi principal deseo.
Tras
mantener un largo diálogo, en el que se intercalan sonoros regaños y llegado el
momento de mayor irritabilidad del campero, mi reclamo enmudece a propósito
para envalentonar a su adversario. Efectivamente, esta engañosa muestra de
cobardía provoca el efecto deseado, y así, por un clarillo del puesto de monte,
contemplo la maravillosa escena del valiente garbón afilándose el pico en una
piedra, mientras piñonea con rabia y da de pie con insistencia, para dirigirse
después embolado hacia la plaza.
¡El
combate está planteado!… entra con aires de autoridad, enmoñado, haciendo
escudos alternativos con sus alas, tembloroso ante la ira que lo domina,
grilleando, riñendo, queriendo mostrar tanto con su lenguaje plumífero como
sonoro su claro dominio de la situación. Y mientras, mi reclamo lo recibe con
dulzura, inmóvil, ha conseguido su objetivo, que no es otro que el divisar desde
su altura las muestras belicosas que le plantea su oponente campero.
Llega
solo y no se escucha por el entorno ninguna otra perdiz, posiblemente será un
guerrero viejo y cansado que, enviudado, ha perdido ya parte de sus fuerzas y
el arrojo necesarios para buscarse nueva compañera con la que emparejarse, o
bien el tratar de apropiarse de la hembra que acompaña a su vecino de
territorio.
Sigue
dando vueltas al arbolete, es preciso esperar antes de efectuar el disparo a
que el desafío que mantienen llegue a su cénit y que, además, se encuentre en
el lugar adecuado, para que posteriormente pueda ver y asociar la inmovilidad
del vencido con una nueva victoria.
El campo
enmudece ante el estampido, con el paso de los años cada vez me cuesta más
apretar el gatillo. El suave responso del guerrero enjaulado es lo único que se
escucha tras el desagradable estruendo. Unas miradas desde su púlpito al
perdedor de la contienda, mientras carga el tiro, al que sigue el acto de
sacudir su plumaje y emitir cantos de victoria, señalan casi la terminación del
lance. Sigue buscando nuevas respuestas del campo, pero por su forma de
trabajar, dada su larga experiencia, me hace comprender que hay que poner el
punto final al puesto.
Salgo del
tollo y me dirijo lentamente a mi pájaro, le pallileo, como gesto de saludo,
aunque este detalle ya lo ignora dada su trayectoria y el aspecto de
indiferencia que me muestra. Una vez tapado con el capillo inspecciono el
cuerpo del aguerrido campero: es muy viejo, tiene cuatro espolones agrietados
por la edad, seguro que fueron empleados en más de un enfrentamiento, siendo
armas poderosas utilizadas en peleas importantes tanto para defender a su
hembra, como a la querencia que lo vio nacer.
Muestra
las plumas negras en la cola y en las piojeras existentes debajo de las alas,
que lo encasillan teóricamente como jefe de bando, aunque estos distintivos no
indican para nada que estemos ante perdices especiales. Otras camperas ofrecen
también estos atributos físicos y son frías y distantes, además con escaso
valor, por lo que siempre he pensado que no guardan relación directa alguna con
su valentía.
Camino
entre las jaras con mi perdigón alojado en mi espalda, del gancho de la jaula
llevo colgado el machaco viudo que plantó cara a mi campeón. Me acompañan
también los agradables olores que emanan de la vegetación del monte que existe
en el trayecto de vuelta. Así mismo voy repasando, mentalmente, todos los
detalles del emocionante lance perdigonero que he experimentado, seguro que
quedarán almacenados en mi memoria cuquillera.
Esta
modalidad cinegética está llena de matices, de sinsabores, de frustraciones y
alegrías, de claros y oscuros, pero ante todo irradia una enorme ilusión, la
cual nos acompaña afortunadamente durante todo el año.
MANUEL ROMERO PEREA
B tardes noches.
ResponderEliminarAgradecer de corazón a Manolo Romero, maestro cuquillero y escritor curtido en mil líneas, por colaborar en este rincón particular con este precioso relato.
Esperemos que esta horrible pesadilla pase pronto para todos y tengamos la suerte, aun con mil cuidados, de dar algún puesto esta difícil temporada.
Saludos.
¿Horrible pesadilla?
ResponderEliminar¿Difícil temporada?
¡ Qué sabéis vos a vuestras septuagesimas temporadas!
¿ Anteponeis la salud antes que colgar la jaula?