sábado, 19 de diciembre de 2020

MI PRIMERA COLLERA

           Después de muchos y muchos artículos colgados en este blog, hoy quiero cambiar el tercio y publicar este entrañable relato personal que ya se pierde en el implacable paso de los años. No se puede o se debe vivir de recuerdos, pero nuestra infancia y juventud muchas veces afloran a nuestra mente casi sin quererlo. Como muestra de ello, esta vivencia de los años sesenta que no viene mal en estas fechas en donde casi se toca con la punta de los dedos la Navidad.

ooo O ooo

Ya no era capaz de recordar los años que llevaba acompañando al abuelo Vicente Lluch a dar el puesto, pues habían sido tantos, que la cabeza empezaba a divagar sin acertar de pleno. Pero, cuando los trece -mal fario para muchos, pero no para mí que nací en esa fecha- se asomaron a mi almanaque, allá por el mil novecientos sesenta y algo, ese “gusanillo” que siempre nos anima a salirnos de lo cotidiano y hacer cosas a hurtadillas, empezó a rondarme la cabeza de tal forma que, noche tras noche, me martilleaba sin cesar. Algo me decía que había llegado la hora de demostrarme a mí mismo que tenía madera de cazador de reclamo.

Aunque ya había hecho mis pinitos con la escopeta del abuelo, una Jabalí del doce de un solo cañón, y había abatido a escondidas algún palomo casero, zorzal, rabilargo, tórtola…, e incluso algún que otro conejo “encamao”, mis miras estaban puestas en cotas mucho más altas. Tenía que dar un puesto yo solito, sin ir de morralero con el abuelo, pues había ido tantas veces con él, que la película me la conocía de memoria, pero tenía que ser yo el personaje principal de la misma.

De hecho, lo había intentado varias veces, pero una vez por un motivo y otra por uno distinto, la ocasión nunca se presentaba como yo esperaba. Todo estaba calculado al milímetro: tenía escondidos algunos “Galgos recargaos” de la marca Orbea, sabía dónde estaba la escopeta y Facultades, el gran reclamo del abuelo, no me extrañaría porque me conocía más que de sobra. El puesto lo daría en lo alto del olivar, frente a Las Carniceras, en un viejo aguardo de monte que había allí de toda la vida y, además, lo suficiente retirado para que no se escucharan, si había suerte, los tiros.

Pues bien, un fin de semana, supongo que, de febrero o marzo, cuando lo pasaba en el campo con los abuelos, mientras estábamos charlando en la candela después de cenar, le escuché al tío Juan que, por la mañana, Manuel González -obrero de la finca de toda la vida-, él y el abuelo Vicente irían a la zona de Becerra a cortar una encina caída por el temporal que se había presentado por aquellas fechas. Por tanto, no tenía que darle más vueltas...., era la ocasión que tanto tiempo llevaba esperando.

En cuanto nos acostamos, y mientras se consumía aquella maravillosa y débil luz del carburo que yo mismo había puesto en una repisa de la habitación del tío Juan y mía, cuando dormía en el campo, por mi mente empezaron a desfilar aquellas fantásticas ilusiones que uno se hace cuando tiene esa edad y está a las puertas de un acontecimiento tan crucial como era para mí dar solo el primer puesto de mi vida. Sabía, demás, que me llevaría una reprimenda de mil demonios, pero mi ilusión podía más que todo lo que pudiera ocurrir. Pero, también intuía, porque conocía al abuelo casi mejor que nadie que, en el fondo, aunque me tirara de las orejas, que, seguro que lo haría, él se alegraría. Me formaría la de Dios, pero se alegraría.

Así, con esas ilusiones sobrevolando mi mente y los ronquidos del tío Juan, que había “caído muerto” en la cama, era difícil conciliar el sueño. No obstante, al final, supongo que el agotamiento terminó por rendirme, puesto que lo siguiente que escuché, fue el ruido que hizo el abuelo al abrir la puerta de la calle que siempre se hinchaba en los inviernos y, por lo tanto, el abrirla y cerrarla no era tarea fácil.

Aunque desde el primer momento tenía los ojos como platos, algo me decía que debía hacerme el dormido, pues si bien, nadie desconfiaba de mí, había que ser prudente al máximo y no despertar la más mínima sospecha. Es más, incluso si me veían despierto, me dirían que me fuera con ellos, y si me negaba, algo recelarían. Así, aunque el tío Juan entró varias veces a la habitación a coger la ropa de abrigo y el paquete de Peninsulares -tabaco que él fumaba por aquellas fechas-, fingí en todo momento estar dormido.

En cuanto tiraron de la puerta para encajarla, di un salto y, mientras me vestía, fui observando cómo cargaban en los serones de Platanero -hermoso burro del abuelo- todos los cacharros y se alejaban camino de la tarea que tenían pendiente. Tomé un poco de leche con pestiños que había hecho la abuela Rita y, con sumo cuidado, para que ella no me escuchara y enfundé a  Belmonte -otro buen reclamo del abuelo, pues no me atreví con Facultades-. Cogí la escopeta y dos cartuchos de los que yo le iba quitando al abuelo de vez en cuando y salí por la puerta de la cuadrilla para no hacer ruido.

Deberían ser las ocho de mañana, porque el sol comenzaba a despuntar por el horizonte como queriendo acompañar a los trinos y cantos de la avifauna lugareña que saludaban al nuevo día. Yo, mientras tanto, con paso rápido y el nerviosismo metido en el cuerpo, fui recorriendo el buen trecho que separaba el puesto del cortijo. La mañana era bastante húmeda y fría, pero no hacía una brizna de viento. Pero, aun así, ese maravilloso y encantador olorcillo a fragancia silvestre, no me abandonó durante la caminata.

Con el continuo vuelo de los zorzales a mi paso y el graznido alertador de alguna pareja de arrendajos que se veían sorprendidos por mi presencia, llegué al tan anhelado colgadero: un rincón en lo alto del olivar salpicado por torvisqueras, chaparreras, cantuesos, esparragueras y pequeñas mortiñeras; es decir, un lugar ideal para dar el puesto. Una vez allí, y siguiendo el ritual que tantas veces había visto, puse al reclamo en el suelo al lado del matojo tras haber dejado apoyada la escopeta sobre el vetusto puesto. Con exquisito cuidado, afiancé Belmonte en aquel más que “familiar” farolillo -que, por cierto, estaba en el perfecto estado de otras veces-. Le quité la sayuela lentamente, como lo hacía el abuelo, y con una emoción contenida que me tenía reseca la garganta, me dirigí a él, diciéndole:

- ¡Belmonte, este es un gran momento para mí, no me falles!

Con ese calorcillo nervioso que se siente cuando se está en la antesala de un gran acontecimiento, me fui retirando hacia el aguardo, pero Belmonte, como si se lo hubieran dicho, quiso satisfacerme desde el primer momento y unos atrayentes piñones y un cuchicheo cautivador, fueron la forma de empezar su actuación en mi bautismo como jaulero. El “campo” empezó también a colaborar, puesto que, al poco tiempo, cuando ya el sol empezaba a calentar aquellas gotas de rocío que con su armoniosa caída acompañaban el incansable trabajo de la jaula, en el encinar vecino, un macho empezó a intercambiar “dialogo” con Belmonte

La tensión de todo principiante empezó a hacer mella en mi organismo y un temblor creciente se iba adueñando de mi organismo. Hacía frío, pero no era ese el motivo de tan singular tiritona. El reclamo desafiante del macho campero, que se había venido apeonando de “callao” hasta el puesto, era la razón. Por lo tanto, tenía que mantener el tipo, pero no era empresa fácil y, máxime, cuando observé con el rabillo del ojo que tras aquellas rápidas embestidas, con ala a rastras incluida de tan belicoso montesino, en su afán de echar de allí a tan osado intruso, su compañera, con delicados y pausados movimientos, lo acompañaba en la disputa.

Respiré profundamente varias veces con idea de que la calma volviera a mi organismo, pero nada, “estaba como un flan”. Sabía perfectamente lo que había que hacer en aquellas situaciones, pero no tenía claro si sería capaz de llevar a la práctica lo que tantas veces había presenciado con anterioridad. Belmonte, como buen maestro de ceremonias, con la cabeza tocando el techo de la jaula y su plumaje ocupando la casi totalidad de la misma, “departía” con macho y hembra como “Pedro por su casa” y yo, sin rebajar mi tensión nerviosa, esperaba el momento idóneo de apretar el gatillo. Ahora sí que necesitaba al abuelo a mi lado, diciéndome: ¡niño, tira!, … pero no estaba allí. Tragué saliva varias veces y, al final, me decidí: tenía que quitar la hembra de en medio. Apreté el dedo índice y tras el estruendo de aquel recargado “Galgo” y la carrera del macho para buscar amparo entre la maleza, su compañera inició un rosario de botes y aleteos que acabaron con un inesperado vuelo por encima del puesto.

- ¡Joder, mal empezamos para ser el primer puesto! -pensé para mí.

Pero el bueno de Belmonte no estaba por amargarme mi debut jaulero y, como si no hubiera pasado nada, cargó el tiro con tal maestría, que aquel hermoso y valeroso garbón, falto de la compañía de su hembra, volvió a la carga para ver qué había ocurrido y se presentó nuevamente en la plaza. Y, en esta ocasión no podía errar, pues si lo hacía por segunda vez, el abuelo no me lo perdonaría. Así que apunté concienzudamente y apreté nuevamente el gatillo. Sin embargo…, los nervios me habían jugado otra mala pasada: no le había metido el nuevo cartucho a la escopeta. Ahora sí que era un manojo de nervios, pero había que hacer de tripas corazón. Abrí con máximo cuidado la escopeta, le saqué la vaina anterior, introduje el nuevo “Galgo” y, tras cerrarla con extrema cautela, volví a apuntar, respiré otra vez profundamente y, lo que antes había sido un momento angustioso al ver que la hembra se me había ido, esta vez, fue una explosión de júbilo, ya aquel gallardo y valeroso campero, tras el nuevo cartuchazo, no había dicho ni pío. 

No esperé mucho más, pues me “moría” por tener entre mis manos a mi primer trofeo. Así que, mientras Belmonte hacía el entierro, con una alegría indescriptible, salí del puesto, recogí aquel inmenso macho y con toda la ilusión y cariño del mundo le pasé varias veces las manos para dejarlo como “nuevo”. Se lo enseñé al reclamo, que, dicho sea de paso, se lo quería comer y le puse la funda. Luego, como tantas veces le había visto hacer a mi maestro en estas lides, apiolé al campero con las dos primeras plumas remeras.

Ya de camino hacia el cortijo, mientras pensaba lo que me diría y me haría el abuelo, una nueva alegría vino a reforzar mi autoestima, ya que la escurridiza hembra que había salido de vuelo, yacía sin vida sobre el troncón de un olivo. La apiolé rápidamente y, tras cogerla junta con el macho, enristré para el cortijo.

Poco después, cuando desde lo lejos divisaba la casa, pude apreciar que el abuelo, con brazo apoyado en una de las esquinas de la misma, me estaba esperando.

No me lo podía creer, la cosa se había puesto fea. Algo habría pasado para que estuviera allí.

Pensé en un sinfín de cosas. Pero una de ellas, estaba clara: me había “pillao in fraganti”.

Cuando llegué frente a él, agaché la cabeza en señal de sumisión y con voz entrecortada le dije:

- Abuelo, lo siento. Sé que tienes que estar “enfadao”, pero tenía que hacerlo. Es más, le he “tirao”, como tú siempre lo has hecho, pues no había más remedio que dorarle la píldora, una collera a Belmonte que, por cierto, se ha “portao” como lo que es, un campeón.

- Niño, no me gusta que hagas cosas sin yo saberlo y menos con los pájaros de jaula. Así que coloca todo en donde estaba y vente conmigo, pues si eres ya mayor para esas cosas, también tienes que serlo para el trabajo. ¡Y eso, que no has cogido a Facultades…, que si lo llegas a hacer…, otro gallo hubiera cantado! -me respondió.

Por el camino, a lomos de Platanero tras el abuelo Vicente, me enteré que había vuelto al cortijo porque se les había olvidado la alcuza del aceite para la sierra, y aunque no me preguntó mucho sobre el puesto, porque tenía que estar en su sitio de hombre mayor y muy enfadado por mi fechoría, yo sabía con toda certeza que, en el fondo, se alegraba.

Cuando volvimos al caserío, casi a la hora de almorzar, no me podía mover..., me dolían todos los huesos. Me había exprimido al máximo -había que darme una buena lección- y, lo que es peor, sin poder rechistar.

       Por la tarde, el abuelo fue a dar el puesto con Facultades. Yo, castigado, por supuesto, tuve que “tragarme” el capítulo correspondiente de la radionovela “Lucecita” al lado de la abuela Rita.

 

4 comentarios:

  1. Me acordaba de este relato pero es tan tierno y entrañable que siempre es un placer leerlo.

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  2. Gracias. Los momentos felices siempre son recordados

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  3. Carmen Suarez Muñoz28 de diciembre de 2020, 21:16

    Un placer leerte maestro. Un relato tan bien contado que hasta te hace vivirlo!!! Además he aprendido palabras que no conocía (me las apunto para enriquecer los próximos cursos que imparta para obtener la licencia de caza). Gracias de nuevo!!

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  4. Mi querida alumna Carmeli.

    Es para mi un orgullo que personas como tú, que conoces el campo como bióloga que eres, entren en este humilde rincón particular, lo que me indica que mi pasión por la naturaleza, incluyendo la caza, no ha caído en saco roto.

    Por tanto, tienes abierto este blog para participar en el mismo desde tu docto conocimiento del tema.

    Saludos y gracias por colaborar con la causa.





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