Después de muchos y muchos artículos colgados en este blog, hoy quiero cambiar el tercio y publicar este entrañable relato personal que ya se pierde en el implacable paso de los años. No se puede o se debe vivir de recuerdos, pero nuestra infancia y juventud muchas veces afloran a nuestra mente casi sin quererlo. Como muestra de ello, esta vivencia de los años sesenta que no viene mal en estas fechas en donde casi se toca con la punta de los dedos la Navidad.
ooo O ooo
Ya no era capaz de recordar los años que llevaba
acompañando al abuelo Vicente Lluch a dar el puesto, pues habían sido tantos,
que la cabeza empezaba a divagar sin acertar de pleno. Pero, cuando los trece
-mal fario para muchos, pero no para mí que nací en esa fecha- se asomaron a mi
almanaque, allá por el mil novecientos sesenta y algo, ese “gusanillo” que
siempre nos anima a salirnos de lo cotidiano y hacer cosas a hurtadillas,
empezó a rondarme la cabeza de tal forma que, noche tras noche, me martilleaba
sin cesar. Algo me decía que había llegado la hora de demostrarme a mí mismo
que tenía madera de cazador de reclamo.
Aunque ya había hecho mis pinitos con la escopeta del
abuelo, una Jabalí del doce de un solo cañón, y había abatido a
escondidas algún palomo casero, zorzal, rabilargo, tórtola…, e incluso algún que otro
conejo “encamao”, mis miras estaban puestas en cotas mucho más altas. Tenía que
dar un puesto yo solito, sin ir de morralero con el abuelo, pues había ido
tantas veces con él, que la película me la conocía de memoria, pero tenía que
ser yo el personaje principal de la misma.
De hecho, lo había intentado varias veces, pero una
vez por un motivo y otra por uno distinto, la ocasión nunca se presentaba como
yo esperaba. Todo estaba calculado al milímetro: tenía escondidos algunos “Galgos
recargaos” de la marca Orbea, sabía dónde estaba la escopeta y Facultades,
el gran reclamo del abuelo, no me extrañaría porque me conocía más que de sobra. El
puesto lo daría en lo alto del olivar, frente a Las Carniceras, en un
viejo aguardo de monte que había allí de toda la vida y, además, lo suficiente
retirado para que no se escucharan, si había suerte, los tiros.
Pues bien, un fin de semana, supongo que, de febrero o
marzo, cuando lo pasaba en el campo con los abuelos, mientras estábamos
charlando en la candela después de cenar, le escuché al tío Juan que, por la
mañana, Manuel González -obrero de la finca de toda la vida-, él y el abuelo
Vicente irían a la zona de Becerra a cortar una encina caída por el temporal que se
había presentado por aquellas fechas. Por tanto, no tenía que darle más vueltas...., era
la ocasión que tanto tiempo llevaba esperando.
En cuanto nos acostamos, y mientras se consumía
aquella maravillosa y débil luz del carburo que yo mismo había puesto en una
repisa de la habitación del tío Juan y mía, cuando dormía en el campo, por mi
mente empezaron a desfilar aquellas fantásticas ilusiones que uno se hace
cuando tiene esa edad y está a las puertas de un acontecimiento tan crucial
como era para mí dar solo el primer puesto de mi vida. Sabía, demás, que me
llevaría una reprimenda de mil demonios, pero mi ilusión podía más que todo lo
que pudiera ocurrir. Pero, también intuía, porque conocía al abuelo casi mejor
que nadie que, en el fondo, aunque me tirara de las orejas, que, seguro que lo
haría, él se alegraría. Me formaría la de Dios, pero se alegraría.
Así, con esas ilusiones sobrevolando mi mente y los
ronquidos del tío Juan, que había “caído muerto” en la cama, era difícil
conciliar el sueño. No obstante, al final, supongo que el agotamiento terminó
por rendirme, puesto que lo siguiente que escuché, fue el ruido que hizo el
abuelo al abrir la puerta de la calle que siempre se hinchaba en los inviernos
y, por lo tanto, el abrirla y cerrarla no era tarea fácil.
Aunque desde el primer momento tenía los ojos como
platos, algo me decía que debía hacerme el dormido, pues si bien, nadie desconfiaba
de mí, había que ser prudente al máximo y no despertar la más mínima sospecha. Es más, incluso si me veían despierto, me dirían que me fuera con ellos, y si
me negaba, algo recelarían. Así, aunque el tío Juan entró varias veces a la
habitación a coger la ropa de abrigo y el paquete de Peninsulares
-tabaco que él fumaba por aquellas fechas-, fingí en todo momento estar
dormido.
En cuanto tiraron de la puerta para encajarla, di un
salto y, mientras me vestía, fui observando cómo cargaban en los serones de Platanero
-hermoso burro del abuelo- todos los cacharros y se alejaban camino de la tarea
que tenían pendiente. Tomé un poco de leche con pestiños que había hecho la
abuela Rita y, con sumo cuidado, para que ella no me escuchara y enfundé a Belmonte -otro buen reclamo del
abuelo, pues no me atreví con Facultades-. Cogí la escopeta y dos
cartuchos de los que yo le iba quitando al abuelo de vez en cuando y salí por
la puerta de la cuadrilla para no hacer ruido.
Deberían ser las ocho de mañana, porque el sol
comenzaba a despuntar por el horizonte como queriendo acompañar a los trinos y
cantos de la avifauna lugareña que saludaban al nuevo día. Yo, mientras tanto,
con paso rápido y el nerviosismo metido en el cuerpo, fui recorriendo el buen
trecho que separaba el puesto del cortijo. La mañana era bastante húmeda y
fría, pero no hacía una brizna de viento. Pero, aun así, ese maravilloso y encantador olorcillo a fragancia silvestre, no me abandonó durante la caminata.
Con el continuo vuelo de los zorzales a mi paso y el
graznido alertador de alguna pareja de arrendajos que se veían sorprendidos por
mi presencia, llegué al tan anhelado colgadero: un rincón en lo alto del olivar
salpicado por torvisqueras, chaparreras, cantuesos, esparragueras y pequeñas
mortiñeras; es decir, un lugar ideal para dar el puesto. Una vez allí, y
siguiendo el ritual que tantas veces había visto, puse al reclamo en el suelo
al lado del matojo tras haber dejado apoyada la escopeta sobre el vetusto
puesto. Con exquisito cuidado, afiancé Belmonte en aquel más que
“familiar” farolillo -que, por cierto, estaba en el perfecto estado de otras
veces-. Le quité la sayuela lentamente, como lo hacía el abuelo, y con una emoción
contenida que me tenía reseca la garganta, me dirigí a él, diciéndole:
- ¡Belmonte, este es un gran momento para mí,
no me falles!
Con ese calorcillo nervioso que se siente cuando se
está en la antesala de un gran acontecimiento, me fui retirando hacia el
aguardo, pero Belmonte, como si se lo hubieran dicho, quiso satisfacerme
desde el primer momento y unos atrayentes piñones y un cuchicheo cautivador,
fueron la forma de empezar su actuación en mi bautismo como jaulero. El “campo”
empezó también a colaborar, puesto que, al poco tiempo, cuando ya el sol
empezaba a calentar aquellas gotas de rocío que con su armoniosa caída
acompañaban el incansable trabajo de la jaula, en el encinar vecino, un macho
empezó a intercambiar “dialogo” con Belmonte.
La tensión de todo principiante empezó a hacer mella
en mi organismo y un temblor creciente se iba adueñando de mi organismo. Hacía
frío, pero no era ese el motivo de tan singular tiritona. El reclamo desafiante
del macho campero, que se había venido apeonando de “callao” hasta el puesto, era la
razón. Por lo tanto, tenía que mantener el tipo, pero no era empresa fácil y,
máxime, cuando observé con el rabillo del ojo que tras aquellas rápidas
embestidas, con ala a rastras incluida de tan belicoso montesino, en su afán de
echar de allí a tan osado intruso, su compañera, con delicados y pausados
movimientos, lo acompañaba en la disputa.
Respiré profundamente varias veces con idea de que la
calma volviera a mi organismo, pero nada, “estaba como un flan”. Sabía
perfectamente lo que había que hacer en aquellas situaciones, pero no tenía
claro si sería capaz de llevar a la práctica lo que tantas veces había
presenciado con anterioridad. Belmonte, como buen maestro de ceremonias,
con la cabeza tocando el techo de la jaula y su plumaje ocupando la casi
totalidad de la misma, “departía” con macho y hembra como “Pedro por su casa” y
yo, sin rebajar mi tensión nerviosa, esperaba el momento idóneo de apretar el
gatillo. Ahora sí que necesitaba al abuelo a mi lado, diciéndome: ¡niño, tira!,
… pero no estaba allí. Tragué saliva varias veces y, al final, me decidí: tenía
que quitar la hembra de en medio. Apreté el dedo índice y tras el estruendo de
aquel recargado “Galgo” y la carrera del macho para buscar amparo entre
la maleza, su compañera inició un rosario de botes y aleteos que acabaron con
un inesperado vuelo por encima del puesto.
- ¡Joder, mal empezamos para ser el primer puesto! -pensé
para mí.
Pero el bueno de Belmonte no estaba por
amargarme mi debut jaulero y, como si no hubiera pasado nada, cargó el tiro con
tal maestría, que aquel hermoso y valeroso garbón, falto de la compañía de su
hembra, volvió a la carga para ver qué había ocurrido y se presentó nuevamente
en la plaza. Y, en esta ocasión no podía errar, pues si lo hacía por segunda vez, el
abuelo no me lo perdonaría. Así que apunté concienzudamente y apreté nuevamente
el gatillo. Sin embargo…, los nervios me habían jugado otra mala pasada: no le
había metido el nuevo cartucho a la escopeta. Ahora sí que era un manojo de
nervios, pero había que hacer de tripas corazón. Abrí con máximo cuidado la
escopeta, le saqué la vaina anterior, introduje el nuevo “Galgo” y, tras
cerrarla con extrema cautela, volví a apuntar, respiré otra vez profundamente
y, lo que antes había sido un momento angustioso al ver que la hembra se me
había ido, esta vez, fue una explosión de júbilo, ya aquel gallardo y valeroso campero,
tras el nuevo cartuchazo, no había dicho ni pío.
No esperé mucho más, pues me “moría” por tener entre
mis manos a mi primer trofeo. Así que, mientras Belmonte hacía el entierro, con una alegría indescriptible, salí del puesto, recogí aquel inmenso
macho y con toda la ilusión y cariño del mundo le pasé varias veces las manos
para dejarlo como “nuevo”. Se lo enseñé al reclamo, que, dicho sea de paso, se
lo quería comer y le puse la funda. Luego, como tantas veces le había visto
hacer a mi maestro en estas lides, apiolé al campero con las dos primeras
plumas remeras.
Ya de camino hacia el cortijo, mientras pensaba lo que
me diría y me haría el abuelo, una nueva alegría vino a reforzar mi autoestima,
ya que la escurridiza hembra que había salido de vuelo, yacía sin vida sobre el troncón de un olivo. La
apiolé rápidamente y, tras cogerla junta con el macho, enristré para el
cortijo.
Poco después, cuando desde lo lejos divisaba la casa,
pude apreciar que el abuelo, con brazo apoyado en una de las esquinas de la
misma, me estaba esperando.
No me lo podía creer, la cosa se había puesto fea.
Algo habría pasado para que estuviera allí.
Pensé en un sinfín de cosas. Pero una de ellas, estaba
clara: me había “pillao in fraganti”.
Cuando llegué frente a él, agaché la cabeza en señal
de sumisión y con voz entrecortada le dije:
- Abuelo, lo siento. Sé que tienes que estar “enfadao”,
pero tenía que hacerlo. Es más, le he “tirao”, como tú siempre lo has hecho,
pues no había más remedio que dorarle la píldora, una collera a Belmonte
que, por cierto, se ha “portao” como lo que es, un campeón.
- Niño, no me gusta que hagas cosas sin yo saberlo y
menos con los pájaros de jaula. Así que coloca todo en donde estaba y vente
conmigo, pues si eres ya mayor para esas cosas, también tienes que serlo para
el trabajo. ¡Y eso, que no has cogido a Facultades…, que si lo llegas a
hacer…, otro gallo hubiera cantado! -me respondió.
Por el camino, a lomos de Platanero tras el
abuelo Vicente, me enteré que había vuelto al cortijo porque se les había
olvidado la alcuza del aceite para la sierra, y aunque no me preguntó mucho
sobre el puesto, porque tenía que estar en su sitio de hombre mayor y muy
enfadado por mi fechoría, yo sabía con toda certeza que, en el fondo, se
alegraba.
Cuando volvimos al caserío, casi a la hora de almorzar, no me podía mover..., me dolían todos los huesos. Me había exprimido al máximo -había que darme una buena lección- y, lo que es peor, sin poder rechistar.
Por la
tarde, el abuelo fue a dar el puesto con Facultades. Yo, castigado, por supuesto,
tuve que “tragarme” el capítulo correspondiente de la radionovela “Lucecita”
al lado de la abuela Rita.
Me acordaba de este relato pero es tan tierno y entrañable que siempre es un placer leerlo.
ResponderEliminarGracias. Los momentos felices siempre son recordados
ResponderEliminarUn placer leerte maestro. Un relato tan bien contado que hasta te hace vivirlo!!! Además he aprendido palabras que no conocía (me las apunto para enriquecer los próximos cursos que imparta para obtener la licencia de caza). Gracias de nuevo!!
ResponderEliminarMi querida alumna Carmeli.
ResponderEliminarEs para mi un orgullo que personas como tú, que conoces el campo como bióloga que eres, entren en este humilde rincón particular, lo que me indica que mi pasión por la naturaleza, incluyendo la caza, no ha caído en saco roto.
Por tanto, tienes abierto este blog para participar en el mismo desde tu docto conocimiento del tema.
Saludos y gracias por colaborar con la causa.