En el día dia de hoy, dentro del apartado de colaboraciones, traigo al blog este relato del cuquillero y fecundo escritor Miguel Bulnes.
ooo O ooo
Cada vez sé menos. A pesar de la
experiencia. Tal vez sea como los huevos cocidos que cuanto más cuecen más
duros se ponen. El caso es que un reclamo me ha vuelto recordar que tantos años
estudiando sus comportamientos no me han doctorado, más bien al contrario, me
ha vuelto a llevar al cajón de salida.
Se trata de Rinconete, un
perdigón que llegó a mi jaulero por accidente. No estaba destinado a tal fin.
Su cometido era el de servir de señuelo en la jaula especial diseñada para
atrapar campesinas para su posterior estudio fenotípico, anillamiento y
posterior suelta. En ella se debatió con los alambres hasta casi abrirse la
cabeza. Después de un tiempo de recuperación, lo cuento más detalladamente en
mi libro Los Pollos de la Redondilla, mi padre observó que no perdíamos
nada si lo adecuábamos en una jaula y lo incorporábamos al elenco de reclamos
de esa temporada. El pollo no decía nada en casa: ni lo decía con su pico ni
con su estampa. Su comportamiento era retraído y desconfiado. Con todo y de
mala gana, una tarde radiante de sol y sin viento lo saqué. En esa salida y en
las posteriores pude comprobar que el animal me tenía miedo y mi presencia lo
empujaba a aplastarse en la jaula, incluso tardaba un buen rato en incorporarse
cuando me escondía en el aguardo y desaparecía de su vista. Pero también
constaté que era un virtuoso tratando a las campesinas y en todos los puestos
de ese primer celo logró emocionarme al comprobar que sus flirteos resultaban
irresistibles para sus congéneres. Tenía el don de los elegidos para convencer
a las perdices y dirimir sus desavenencias en las cercanías de la moña. Pero el
embrujo se terminaba en cuanto me descubría. El miedo que yo le infringía lo
obligaba a enmudecer y a esconder su figura contra el suelo de la jaula hasta
enfundarlo. Me tenía intrigado y hacerme su amigo era el primer objetivo para
enderezar esa actitud. Estaba convencido de que si lo conseguía, Rinconete
desembocaría en un gran reclamo. No lo logré en esa temporada pero mis
ilusiones siguieron intactas para la siguiente.
Esperanzado, muy esperanzado, tanto que
el choque con las cinco mediocres actuaciones que me brindó, en ese segundo
celo, lo digerí mal y lo castigué sin salir y pensando en deshacerme de sus desesperantes
servicios. No sé el motivo exacto por el que decidí darle otra oportunidad, más
teniendo en cuenta que ya había desperdiciado mucho tiempo con él, desde luego
su comportamiento en el jaulero no fue el detonante: continuaba igual de
apático. Sea como fuere, la última semana de esa campaña me lo llevé al campo.
Era la semana previa al Estado de Alarma provocado por el siniestro coronavirus
y aunque con la incertidumbre lógica por la situación, llegamos al cazadero, mi
hermano Pepe y yo, el miércoles a mediodía. Salimos aquella tarde sin noticias
del Decreto y también con la misma ausencia de ellas preparamos la salida del
jueves por la mañana.
La amanecida del jueves se presentó
espléndida: cielo limpio, sin viento, temperatura fresca pero muy lejos de ser
fría. Se auguraba uno de esos días en los que el mes de marzo va adecuando las
desavenencias invernales en su camino hacia la primavera. Pepe, mientras
desayunábamos, me preguntó con cierta sorna, sabiendo de mis recelos, por el
pájaro que iba a sacar. Luego de darle
razones a favor y en contra para elegir éste o aquél reclamo, que sólo
evidenciaban las pocas ganas que tenía de sacar a Rinconete, decidí que
fuera él porque de no ser en esa ideal mañana, lo más probable es que no lo
hiciera nunca. Tan desganado que le dije a mi hermano que no me alejaría mucho.
Así que me quedé al lado del camino. El coche se perdió sendero abajo mientras
yo ideaba la colocación del aguardo y de la moña. Enseguida encontré la
ubicación. El lugar es un valle que se precipita suavemente hacia una charca y
su belleza se ve adornada, a un lado y a otro, por escobas que crecen a la vera
de grandes rocas de berrocal. Al abrigo de uno de aquellos canchos y camuflado
por las escobas instalé el portátil, direccionando la mirilla hacia la cañada.
Al lado de unos juncos confeccioné el pulpitillo. Una campesina se pronunció a
la derecha y como cuando lo hizo ya estaba todo preparado, cogí a Rinconete
y lo destapé con mucho cuidado. Mientras lo ajustaba al pulpitillo, otra perdiz
anunció su ubicación de frente, no demasiado lejos. Pero ni ésa ni la anterior
lograron despegarlo del suelo de la jaula. Y aunque me dije que seguíamos lo
mismo, sí aprecié o me imaginé un cambio en su mirada, veía en sus ojos cierto
relajamiento o eso me parecía. Me despedí de él con la creencia de que
estábamos más cerca del entendimiento que tanto yo ansiaba y me senté en el
aguardo con renovada ilusión. Se fue incorporando lentamente hasta llegar a
media jaula. En esa posición estuvo poco tiempo, no más de un par de minutos,
aunque a mí me pareciera larguísimo. Por fin irguió su figura y decidió
pregonar su presencia con cuatro o cinco reclamos sin miedo a los que adornó
con unos pitos. Una campesina le contestó cuando él estaba en medio de otra
tanda y la abortó de inmediato. En cuanto aquella terminó, Rinconete
inició una nueva con pitos seguidos de curicheo para terminarla con redondeados
y graves reclamos. Surtió efecto y desde distintos sitios respondieron varias
contrincantes. Lo hacían a un lado y a otro del aguardo y también, de frente,
un macho, más cercano, lanzó sus endechas. Un rabilargo pasó por encima del
pájaro y detrás lo siguieron varios vociferando su trayectoria por ambos lados
de la moña. Rinconete enmudeció. Maldije a tan alcahuete algarabía
multitud de veces, sobre todo cuando pasaba el tiempo y el pájaro no salía de
su mutismo. Pero los rabilargos desaparecieron y luego de una espera más que
prudencial, maldije la sangre de Rinconete y la comparé con la de un
mochuelo, que por sus venas corría sangre de ave nocturna. Más aún cuando las
campesinas preguntaban una y otra vez y el intruso no respondía.
Me
fui calmando a medida que pasaba el tiempo y su mudez me daba la razón. La
conclusión de que no valía como reclamo y a la que había llegado con
anterioridad, no había sido errónea y salvo por los pinchazos que de vez en
cuando sufría por haber despilfarrado tan deliciosa mañana, mi pulso derivó
hacia el ritmo habitual y dejé de prestar atención al pájaro y a las campesinas
que también habían dejado de cantar. Enseguida el ascenso del sol iluminó el
valle y sus rayos fueron desaguando y descubriendo el verde de la hierba antes
de hacerla brillar. En aquella mañana brillaba todo, todo menos la jaula y su
morador, hasta un pato que se dirigía hacia la charca dejó destellos verdosos
rebotados de su cuello. Los sonidos también se alargaban y oí el amerizaje de
la acuática en la charca. La estela de un avión se quedó reflejada en el cielo
y el humo de mi cigarro parecía querer alcanzarla. Pero pese a tanto deleite
obsequiado gratuitamente, mi cuerpo empezó a echar de menos el placer que había
venido a buscar, y la silla empezó a notar que mis posaderas no habían recibido
la anestesia que el goce buscado suministraba y en ninguna posición me
encontraba a gusto. En una de aquellos cambios de posición estuve tentado de
levantarme. No lo hice porque convine que la espera a Pepe sería más pesada. Me
entretuve ensayando con los personajes de una nueva novela que por entonces
estaba principiando y el tiempo voló sin darme cuenta hasta que el reloj me
señaló que ya llevaba casi una hora apostado.
Encendí
un último cigarro, eso creía yo, y mientras me lo fumaba ideé que la mejor
manera de deshacerme de Rinconete era que Pepe cumpliera con alguien que
le había pedido un perdigón de los que cada temporada desechábamos. A la par
que restregaba la colilla sobre el suelo o casi, percibí un curicheo muy
bajito, casi inaudible. Era Rinconete que había engalanado sus plumas y
terciado su figura para soltar tan delicada voz. Sin duda estaba viendo
adversario o adversarios. ¿Dónde? Ni yo veía nada ni nadie se delataba, pero el
desechado continuaba timbrando, con la quietud de una gárgola, sus mejores
repiques. Como nadie acudía, al menos visiblemente, a su intrigante llamada,
pensé en una farsa alarma, que algún zorzal charlo o alguna otra ave de similar
tamaño lo había confundido. Pitos al ladito de las escobas que encubrían el
aguardo, socorrieron mi ansiedad y descubrieron al dueño de aquel terreno. Vi
su cabeza a través de la escoba que protegía la parte frontal del aguardo, un
poquito por delante del caño de la escopeta. De seguida, aprecié en su andar
dos soberbios espolones. Con una desafiante propuesta se acercó a la moña. Una
carta de presentación que Rinconete aceptó con el mejor de los
protocolos y dirigió sus vueltas al ritmo de la mejor batuta. El enfado del
campesino aumentaba en cada giro y no hacía falta ser muy experimentado para
augurar que no tardaría en subirse a la jaula. Lo tenía encañonado y debatía si
dejar que lo hiciera sería la mejor solución. Fue entonces cuando divisé a la
hembra en la otra falda del valle y decidí esperar. Con el campesino
arrastrando el ala, Rinconete lanzó un reclamo recortado de dos o tres
golpes dirigido a la señora. Digo dirigido a la señora porque provocó en ella
un acercamiento rapidísimo y un enfado mayúsculo en su pareja. De tal modo que
el gladiador, con un ostentoso estiramiento de su ala izquierda a lo largo de
la pata, advirtió a su distinguida, al unísono o casi mediante un volatín
intentó subirse a la jaula. No logró quedarse y cuando iba a tomar impulso para
una nueva tentativa, se alejó hacia la parte derecha y en la parte izquierda
quedé fulminada a su dama. A la explosión reaccionó con un vuelecillo corto,
tanto que apareció de nuevo en la plaza a la par que yo cargaba de nuevo el
arma.
Rinconete
ni
siquiera apreció el estallido ni el amago de huida, y picando en el suelo le
ofrecía la mejor de sus viandas. Justo en ese momento lo disparé. Quedó laxo al
otro lado del pulpitillo y el desechado tampoco oyó el estruendo. No tardó en
cambiar la tonalidad empleada en la reñida disputa por la de un educado
responso. Despacio fue subiendo el matiz de su voz y después de unos pitos
lanzó un portentoso y relajado reclamo que anunciaba la nueva propiedad de
aquellos pagos. Yo estaba sorprendido, no tanto por su extraordinario trato con
las perdices porque ya lo había visto otras veces, sobre todo en su etapa de
pollo, sino por su apatía en esta primera hora cuando las campesinas no dejaron
de incitarlo. De modo que aunque contento no estaba exultante y el cigarro que
prendí no fue producto del automatismo que una situación parecida provoca en mi
cuerpo, sino que lo hice con parsimonia y sin necesidad, creo que lo hice
simplemente para que Rinconete apreciara a través de las señales de humo
los primeros síntomas de cierta reconciliación. Enseguida otro macho preguntó y
fue contestado con altanería y rapidez por Rinconete, le dijo que aquel terreno
había sido recientemente adquirido y que ya pertenecía a sus dominios. No
obstante el lugareño quiso discutirlo desde un cancho cercano y también su
pareja se añadió a la discusión. Estuvieron un rato exhibiéndose y departiendo;
aceptaron al nuevo inquilino como señor de aquel feudo, desistieron y los vi
abandonar y perderse proclamando su querencia de vez en cuando hasta callar por
completo. Mientras Rinconete saboreaba la despedida proclamándola a todo
el territorio recién adquirido, una solicitante apareció en escena, lo hizo
toda empingorotada encima de una piedra a no más de cincuenta metros en
dirección de la tronera, circunstancia que me permitió observar primero como se
bajaba del promontorio y luego, tras unos segundos escuchando la propuesta de
cortejo, la vi exhibir su figura en una elegante carrera hasta la plaza. Fue
recibida con exquisita delicadeza, a la que ella respondió con sus mejores
galas: terciaba su cuerpo, ahuecaba las plumas, encopetaba los pasos. Un alarde
que fue correspondido con similar garbo por el de la jaula. Dejé que
intimidaran hasta instantes después de que ella reparara en la hembra abatida y
amagara con romper el coqueteo: alisó las plumas y estiró su estampa. No podía
tolerar que Rinconete sufriera semejante desengaño y apreté el gatillo.
Desde ese momento apenas reparé en el júbilo taimado del pájaro, sólo pensaba en lo que pasaría cuando me
levantase y esa obsesión no me dejaba disfrutar del delicado repertorio que ya
como vencedor explayaba. Cómo estaba convencido de que en cuanto me viera
acabaría con su elocuencia, la sorpresa fue brutal al comprobar que mi
presencia fue recibida con dos hermosos reclamos de buche. La incredulidad me
llevó al atontamiento y luego de un tiempo pasmado decidí salir del aguardo sin
que Rinconete ni siquiera amagara con esconderse en el suelo de la
jaula. Y la incredulidad me acompañó hasta la plaza sin saber muy bien qué
hacer con su erguida estampa. Opté por coger una de las hembras y enseñársela.
Una tenue voz junto a sugerentes posturas anularon las reticencias. Acto
seguido me subí a la nube rara, esa que te hace frágil y descuidado, en ella,
en la nube, discutimos con las otras dos perdices abatidas y luego hablamos
como dos amigos y alargamos la situación hasta dónde no se podía estirar más.
A la mañana siguiente, la del viernes,
logró convencer a dos feroces competidores y a una de sus damas con la
sutilidad del embaucador empedernido y volví a subirme a la nube rara para
discutir la usurpación del nuevo feudo con las perdices derrotadas, lo hicimos
igualmente en la del sábado donde consiguió atraer a un remolón campesino y
también el domingo por la mañana, rodeado de vacas, al desengañar a una viuda
que preguntó mucho.
Ahora, cada vez que me ve, me saluda
picando en el suelo del terrero ofreciéndome su casa. No es que cada vez sepa
menos, es que no sé nada.
Miguel Bulnes Cercas.
Precioso!!!
ResponderEliminarMe encanta comprobar que hay más aficionados viejos que, por su dilatada experiencia, reconocen saber cada dia menos de esta "industria"
Todo un lujo poder leer tal cuento. Enseña mucho. ¿Cuántos "Rinconetes" no habrán sido destinados al pelotón de los maulas?. Gracias por esta delicia.
ResponderEliminarPerfecta descripción amigo Miguel, y gracias por recomendarme este blogspost que desconocía. Visito otros foros de perdigoneros casi diariamente y espero que en este disfrute leyendo a maestros como tú.Me gustaria poder escribir alguna vivencia de las mías pero no doy con el sitio para poder hacerlo.
ResponderEliminarPues ahora mismo estoy yo en esa misma situación, solo que este no es "Rinconete", sino "Capote", y me ha hecho preguntarme más de una vez - "¿Qué estoy haciendo mal?" pero resulta, visto lo visto, es que yo tampoco sé de esto. A ver si este canalla lograra hacerme entender.
ResponderEliminarUna historia Preciosa, al leerla yo también he estado un rato montado en una nube, porque no sabía cómo acabaría el puesto.
ResponderEliminarPor suerte acabo el reclamo dando una lección al cuquillero.
Un relato muy bonito y mejor escrito.
Por mi parte un aplauso para este escritor y cuquillero 👏👏👏👏👏👏👏
DIEGO RAMA
Aún con los tiempos que corren, tengamos unas buenas noches.
ResponderEliminarAnte todo, dar las gracias a Miguel Bulnes por colaborar con el blog con este sugerente y didáctico relato cuquillero.
Igualmente, agradecer a Francisco Giraldo que forme parte del blog como seguidor y decirle que tiene las puertas abiertas, como todo el que lo desee, para participar en el mismo.
De la misma manera agradecer a Vicente, Ignacio, Uknown y a Diego participar con sus comentarios.
Eso sí, decir que aunque no soy de los de aguantar a reclamos, si tengo claro que más de una vez me he debido equivocar y como dice el autor en el final:
“No es que cada vez sepa menos, es que no sé nada”, pues nunca se repite una situación por muy fácil que sea.
Saludos.
Magnifico relato y mas aun viniendo de la pluma de Miguel Bulnes (gracias por compartirlo). ¿Quién a lo largo de su vida cuquillera no ha tenido en su jaulero a un “Rinconete” camuflado ? , yo tuve un caso muy similar con un pollo y hasta el tercer celo no dejo ver lo que tenía dentro, este año lo cazo de 6º celo. Soy de la opinión que siempre que a algún pollo le veamos alguna cualidad por insignificante que sea, deberíamos de aguantarlo hasta el 3er celo, el que a esa altura no haya demostrado su valía, por supuesto, descartarlo.
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